Existen numerosas definiciones de la vulnerabilidad. De manera general y resumida es posible decir que consiste en la “exposición, fragilidad y susceptibilidad al deterioro o pérdida de los elementos y aspectos que generan y mejoran la existencia social” (Mora y Barrios, 2000).
La vulnerabilidad aceptada significa
también la sustitución de un diseño adecuado por uno menos desarrollado, lo que
puede resultar en pérdidas humanas y de asentamientos, infraestructura y
actividades productivas.
También puede interpretarse como un
problema económico con profundas raíces sociales y que debe resolverse pronto,
o de lo contrario la inversión para reparar o reponer las obras, bienes y
servicios destruidos por los desastres se hará inmanejable y costosa.
En los
últimos decenios, la vulnerabilidad ambiental y ante las amenazas ha aumentado
dramáticamente en América Latina y el Caribe, como consecuencia de la
degradación ambiental, la expansión urbana, rápida y desordenada, el aumento de
la pobreza y la marginalidad, el desarrollo de la infraestructura y la
producción de bienes y servicios sin tomar en cuenta las medidas preventivas
adecuadas (diseño, ubicación, control de calidad de la construcción y
mantenimiento), y el uso incorrecto del espacio.
Debido a
todo lo anteriormente expuesto, se impone entonces un cambio de paradigma. Así,
en lugar de focalizar la atención en los desastres ocurridos, la prioridad
estaría centrada en el análisis y solución antes de las causas y efectos que
los generan.